“…En cuanto a los desafíos que señalan las comunidades de investigación, hay consenso sobre la importancia de la formación docente, la consolidación de espacios sociales y escolares democráticos y la promulgación de políticas públicas genuinas de inclusión. Sobre esto último consideramos que deben respetarse mínimos comunes: primero, no deben ser políticas centralistas, sino que participativas, locales y contextualizadas, en las que consideren las necesidades y realidades de los contextos (Jiménez Vargas et al, 2017;Figueroa Céspedes et al, 2016); segundo, es apremiante que sean pensadas e implementadas con la participación de las comunidades (Mendoza Zuany, 2017); tercero, deben considerar las culturas de cada una de las instituciones con el objetivo de ser flexibles y no imponer miradas y prácticas que no poseen asidero a las realidades de las escuelas y los estudiantes (Fernández-Morales & Duarte, 2016;Santos & Martínez, 2016); cuarto, deben favorecer la identificación de nudos críticos que las instituciones poseen, que impiden la inclusión de la diversidad estudiantil (Robayo Acuña & Cárdenas, 2017). Estos mínimos comunes apuntan a una construcción social de la inclusión centrada en las necesidades y recursos de las comunidades (Andrade & Freitas, 2016;Mosquera et al, 2018), que tomen en cuenta la evidencia científica sobre educación inclusiva (Navarro-Aburto et al, 2016), que valoren el aporte de niños, niñas y adolescentes (García-Cepero, & Iglesias-Velasco, 2020; Bezerra, 2020), y que le otorgue a la educación en su conjunto la concepción de ser una herramienta para la transformación social (Martos-García & Valencia-Peris, 2016).…”