Jean-Paul SartreI. No sé si a los demás les sucederá lo mismo, pero he de confesar que yo recuerdo muy bien mi adolescencia, incluso mejor que otras etapas más cercanas de mi propia vida. La pubertad es ese momento en que irrumpimos en el mundo, ese momento en que algo torpemente lo amenazamos con la novedad exultante e insobornable de nuestro ser, con una fantasía aún por domar, con una imaginación silvestre que quiere rehacer lo torcido, lo feo y lo engañoso. Pero la adolescencia es también aquella época en que ese mismo mundo nos cercena y nos ahorma, nos restringe, aquella época en la que el principio de realidad nos ahoga. Yo la recuerdo muy bien por la misma razón por la que tantos otros intentan olvidarla tenazmente: por la tristeza, por el estupor, por la desazón, por el acoso real o fantasmagórico que sentía, por el miedo. Aquél era un mundo en el que la tiranía indiscutible y patriarcal ya estaba en crisis sin que nuevos valores hubieran reemplazado a los anteriores. Mis años mozos fueron los del tardofranquismo, los años de la incertidumbre colectiva y de la desestabilización institucional, los años de la primera crisis energética, cuando la guerra del Yom Kippur hizo subir el precio de los carburantes, los años en que agonizaba el dictador, en que el régimen practicaba una tolerancia represiva y en que la democracia no acababa de llegar. Como comprenderán, mi desconcierto era notable: no sabía muy bien cómo situarme en un mundo que parecía carecer de rumbo. ¿O era yo mismo quien no adivinaba la dirección?Los años de la adolescencia son los de la contestación a los padres, a la autoridad de los padres; los años del desagrado, del gran rechazo; los años en que uno descubre con claridad la imperfección de lo dado, el desarreglo de la progenie, de la filiación y del contexto. Mientras somos niños, al menos si tenemos una infancia normal, sin demasiados sobresaltos, confiamos en los padres porque