“…Es la idea de adoración y la contemplación, más que una voluntad ascética de imitación, la que debe permitir al cristiano despojarse de sí mismo y de toda voluntad para unirse a Cristo, determinando, así, la iconografía pictórica francesa del siglo XVII y XVIII, donde los temas tradicionales sobre la infancia de Jesús, la vida de la Virgen, la Sagrada Familia, la adoración de los pastores y los magos, etc., son reinscritos dentro de estas corrientes de espiritualidad, en tanto que ejemplos de la servidumbre hacia Dios y en tanto que acciones a imitar para el devoto. Este cristocentrismo antihumanista (Gouhier, 1987), junto a las diversas corrientes del humanismo devoto, que incidían sobre el hombre y la vida cotidiana, se extenderán a comienzos del siglo XVII por toda Francia, gracias, por un lado, a la fundación de nuevas comunidades religiosas y a la reconstrucción de las iglesias deterioradas tras las guerras de religión -que debían seguir los preceptos tridentinos (Cousinié, 2006;Kazerouni, 2012)-y, por otro lado, a las campañas misioneras en la campiña (Châtellier, 1997). Sin embargo, a medida que el proceso de confesionalización (Tallon, 2007) del territorio se consolida y con él la monarquía y la Iglesia, la espiritualidad mística de los primeros momentos, surgida en un contexto de combate, se irá atemperando, favoreciendo una religiosidad institucional al servicio de la Reforma católica.…”