“…Es evidente que la estructuración del deporte en modalidades masculinas y femeninas constituye una forma de discriminación primaria que aunque sea consensuada, de hecho legitima la segregación por razones de género, pero, asimismo, constituye una forma de discriminación secundaria al impedir el acceso a la práctica deportiva a todos aquellos que, por condición o hábito, no presentan rasgos inequívocamente masculinos o femeninos, los cuales están siendo, desde hace tiempo, perseguidos por las autoridades deportivas internacionales mediante pruebas de verificación del sexo (D'Ángelo & Tamburrini, 2013;Silveira & Vaz, 2014) 1 . Desde esta perspectiva, se puede decir que el deporte es un lugar activamente involucrado en la construcción del género y, particularmente de las formas hegemónicas tanto de la masculinidad como de la feminidad (Birrel, 2000;Bourdieu, 2000;Connel, 1987;González-Abrisketa, 2013;Hargreaves, 1994;Pinheiro, 2014;Scharagrodsky, 2004;Silveira & Vaz, 2014). En la medida en que los poderes públicos y privados financian, respaldan y promocionan el deporte como agente pedagógico, socializador, de conformación de valores y actitudes desde la misma escuela, se puede decir que el deporte opera como un dispositivo biopolítico de conformación y naturalización de los patrones de género establecidos; opera como un dispositivo de la conformación de la identidad de género que, al reforzar la oposición bipolar de los sexos, no solo deslegitima toda expresión y vivencia del género masculino y femenino diferente a los patrones dominantes y mayoritarios, sino que excluye toda otra posibilidad de comprender y actuar sobre la corporalidad fuera de esos patrones.…”