En todo proceso de modernización, el cambio genera una nueva estructura de oportunidades, pero, conjuntamente, también cabe la posibilidad de que aparezcan nuevos tipos de desigualdad social o de que, al menos, se acentúen las ya existentes. La transición hacia la Sociedad de la Información no es una excepción. En ella la información -y el conocimiento que puede generarse mediante ella-deja de ser un simple medio para tener acceso a otros bienes y se erige en un valioso recurso por sí misma (Majó, 1997). Es, precisamente, en este matiz donde puede contemplarse el paso hacia una sociedad informacional (Castells, 1998). El papel que ha pasado a jugar la información ha modificado sustancialmente diversos ámbitos de la sociedad (los procesos productivos, el mercado de trabajo, la política, elementos de la vida cotidiana, ...). Es indudable, por tanto, que la información constituye, cada vez más, un recurso en sí y que, como tal, en torno a él se origina un espacio de contraste entre quienes la tienen y quienes no, y entre quienes acceden a ella y quienes no lo hacen; es decir, a su alrededor se generan simultáneamente oportunidades y desigualdades. Estas desigualdades referidas al acceso a la información y al conocimiento mediante las nuevas tecnologías que lo facilitan (las TIC) se recogen bajo el concepto de brecha digital, que, según diversas fuentes, fue acuñado a mediados de los noventa en los foros donde se discutía si debían o no regularizarse las fuerzas de mercado que estaban surgiendo a raíz de la expansión de las TIC, lo que se ha dado a conocer como la