“…La razón de este desprecio hay que buscarla en la predominancia de un modelo de enfermedad cerebral de la adicción que convierte al adicto en incapaz de tomar decisiones adecuadas o verter juicios valorables, con un cerebro secuestrado por la droga (Leshner, 1997). Algunas voces se han levantado, denunciando que los servicios médicos han adoptado, en ocasiones, un rol de control social sobre estos pacientes, tenidos por incapaces de regular su comportamiento y las políticas sanitarias de dosis altas han favorecido la cronificación del trastorno y los tratamientos, convirtiendo al paciente en un mero recipiente del tratamiento (Harris y McElrath, 2012), agravando la estigmatización y provocando que muchas personas en tratamiento se vean obligadas a vivir en excesivo estado de sedación, impotencia, malestar físico y emocional, e incapaces de participar activamente en la vida cotidiana de su comunidad Notley, Blyth, Maskrey, Pinto y Holland, 2015).…”