“…En muchos pueblos del área geográfica andina, los muertos tienen una gran significación para los vivos, su culto forma parte de las actividades domésticas celebradas, así como de su tradición cultural, conservada de una generación a otra, motivo por el cual las características de los rituales funerarios son similares, como en Arequipa (Chalco, 2000), en el Cusco (Cáceres, 2001;Calvo, 2016;Lastres, 1953;La Riva Gonzáles, 2005;Moedano, 1960-61;Ramos, 2017;Valderrama y Escalante, 1980), Lambayeque (Elera, 1984), en la costa de La Libertad en Virú (Ghersi, 1958), en la misma región Lima (Arce et al, 2005;Lazo, 2012), en el altiplano de Puno en las comunidades aymaras (Onofre, 2001;Rozas y Calderón, 2001), en el altiplano boliviano (Acosta, 2001;Fernández, 2001), en Cochabamba (Bascopé, 2001) el Noroeste Argentino (Bugallo y Vilca, 2016;Cipolleti, 1980), Tarapacá o Atacama en el norte de Chile (Aláez, 2001;Escalante, 2001;Fernández, 2014;Ortega, 2001), en la sierra ecuatoriana (Cachiguango, 2001;Hartmann, 1973), entre muchos otros; aunque siempre con particularidades locales. Los muertos están presentes en la vida social, son integrantes del grupo familiar, considerados ausentes en cuerpo, pero presentes en espíritu (con excepción de los condenados que son muertos que mantienen su cuerpo físico como veremos más adelante) y como celosos protectores de los miembros de su familia, forman parte del conjunto de actividades cultistas y rituales desarrollados, donde participan los miembros de la sociedad y se utilizan una serie de ingredientes de alto valor simbólico y ritual como la coca, el tabaco y el cuy.…”