“…Nos encontramos entonces ante un consumidor máximamente activado por las normas tecnológicas de las plataformas (y en general del mundo electrónico) y los sistemas de pago exigidos por las finanzas electrónicas (claves, números de tarjeta, más aplicaciones exclusivas para encuadrar los cobros, etc.). La idea del prosumidor tan ingenuamente defendida por la llamada economía colaborativa -moda cultural vestida de solidaria en su primera presentación en el contexto de la gran crisis financiera de este siglo, y luego inmediatamente engullida por la mercantilización más absoluta, perdiendo rápidamente su relación con el ámbito de lo público (Alonso, 2017)-toma, en la práctica del consumidor de plataformas, la virtualidad de ser el responsable de la autoproducción de una buena parte de las condiciones de realización de sus prácticas adquisitivas: programación técnica de los objetos, aprendizaje de las formas de uso, puesta al día del sistema tecnológico, relación con las extensiones comerciales, aplicaciones y actualizaciones de las marcas, conexión con otros consumidores en red, seguimiento de las entregas, acabados y montajes de las mercancías, y un largo etcétera de obligaciones disciplinarias imposibles de soslayar si se quiere mantener ese estilo de vida. Tiempo y esfuerzo dedicado a la autoproducción de un conjunto de servicios finales que son asumidos y realizados por un consumidor al que se le pone a trabajar en su propio consumo, bajo el discurso (y la amenaza) de no quedar aislado, desenganchado y socialmente obsoleto.…”